Victoria es una anciana de 94 años que vive en Portugalete (Vizcaya). La semana pasada fue a pasar unos días a casa de su hermana de 97 años. Cuando regresó a su domicilio se encontró con la desagradable sorpresa de que una familia había entrado en su casa, habían cambiado la cerradura y no podía acceder a su vivienda. Estos okupas ya habían entrado en varias viviendas de la zona. Son profesionales. Hay quien incluso, revende la casa okupada a otras personas. Saben que si hay menores, no se les puede desalojar fácilmente. Se sienten intocables. Victoria cometió el error de denunciar su caso como okupación, y no como allanamiento de morada, lo que hubiera acelerado los trámites. Gracias a que los vecinos se movilizaron masivamente, cortando incluso la carretera, los okupas no pudieron soportar la presión y decidieron abandonar la vivienda, solicitando incluso protección policial. Por supuesto, la verdadera propietaria echa de menos algunos enseres de la vivienda, pero ha recuperado lo más importante, su casa.
No es un caso aislado. Hay cada vez más casas okupadas. El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento pero, observamos atónitos como el conocimiento máximo de la ley, muchas veces impide que se castigue a los culpables. Es incomprensible cómo se garantiza —muchas veces de manera excesiva— a los delincuentes. Soy incapaz de comprender cómo desalojar una casa okupada puede demorarse en el tiempo. Es algo que debería resolverse en treinta minutos como máximo. Se comprueba quién es el legítimo propietario y se expulsa al okupa, haciéndole pagar los gastos ocasionados. Parece sencillo, ¿verdad? Pues en la maraña jurídica, echar a unos sinvergüenzas del domicilio es un quebradero de cabeza. Incluso hay que seguir pagando las facturas de agua y luz. Un auténtico despropósito.
Aquí no hablamos de personas con pocos recursos, a quienes los Servicios Sociales tienen el deber de apoyar para darles dignidad. Hablamos de sinvergüenzas que se creen por encima de la ley, okupando viviendas ajenas sin escrúpulos. Habrá quien asegure que todos tenemos derecho, según la Constitución, a una vivienda digna. Y tienen toda la razón. Lo que la Constitución no dice es que estas viviendas tengan que ser gratis. En el fondo, los okupas dicen que ellos son listos, mientras que el resto de los ciudadanos somos tontos. Ellos consiguen, sin esfuerzo, lo mismo que usted y yo trabajando y con sufrimiento. Lamentablemente, hay que pagar las facturas. Y por eso, se inventó esa cosa tan nefasta que es el trabajo. Trabajar es tan malo que deben pagarle a uno para que lo haga. Todos trabajamos para poder pagar nuestras casas y nuestros bienes. Lo que no se puede consentir es que haya gente —o gentuza— que decide motu proprio no dar un palo al agua y exigir todos los derechos. Y lo malo, es que muchas veces lo consiguen. Los derechos y los deberes van de la mano. Porque trabajar, y esforzarse, es un derecho, pero también un deber. Quizá el problema de nuestra sociedad es que solo nos acordamos de los derechos, pero nunca de los deberes.
Piensen.
Sean buenos.
Hoy es el cumple de mi querido hermano Pablo. Sé que su canción favorita es Creep. Ya que sigo sin encontrar en ninguna tienda el Condensador de Fluzo, ¿qué mejor regalo que agasajar sus oídos, y el de todos ustedes, con un temazo de bandera? Con todos ustedes: ¡Radiohead!
No hay comentarios:
Publicar un comentario